

Las manifestaciones políticas en tiempos de quietud electoral son siempre una veleta indeseable para los elegidos. Es el momento de los reproches a cambio de los estribillos, la hora de las banderas convertidas en pancartas templadas con exigencias. La calle es un teatro indeseable visto desde las ventanas de los palacios presidenciales. En Argentina saben muy bien, desde las desventuras de De la Rua, que cuando las cacerolas suenan el palo no está para cucharas. La última semana la Plaza de Mayo se convirtió en el escaque más importante de la política argentina, un cuadro peleado a golpes entre los opositores y los seguidores de Cristina Fernández de Kirchner. Un fortín simbólico que mereció una pequeña cuota de sangre.
El gran protagonista de esa trifulca con tintes de batalla en el centro de Buenos Aires se llama Luis Ángel D’Elia. Un especialista en montoneras, un barrabrava de la política, un sindicalista con maneras de luchador. El desorden comenzó con un discurso de la Señora K en el que los huelguistas del campo fueron tratados de oligarcas y vinculados de refilón con el golpe de estado de 1976. La Señora K quería resolver sus problemas actuales desenterrando viejos pleitos, buscando lealtades y pasiones en la historia de la dictadura y la cartilla ideológica. Mucha gente en las ciudades se aburrió con el tono de confrontación y la arrogancia desde la Casa Rosada y decidió salir a dar un paseo y a gritar contra el gobierno. Es ahí donde aparecen D´Elia y su corte. El ex-burócrata de Néstor Kirchner y ahora abanderado de la Señora K decidió retomar la plaza por la fuerza. Nadie puede jugar a la revuelta sin soportar el peso de la milicia particular del gobierno. La estampida de los descamisados de los Kirchner se encargó de imponer orden y demostrar que en la calle el juego es rudo. “Vinimos a custodiar la plaza”, dijo D’Elia luego de noquear a un opositor del gobierno. Una frase de hace dos años, cuando prestaba sus servicios al esposo de la Señora K, deja bien claro el calibre del personaje: “Voy a defender a este gobierno, como dije alguna vez, a los tiros y en la calle”.
Las actuaciones de la patota de D’Elia hicieron que un crítico del gobierno dijera que Argentina se estaba “colombianizando”. Comparar las grescas callejeras de D’Elia con las matanzas de los paramilitares es sin duda una exageración, un desenfoque mayúsculo. Lo que sucede en realidad es que la política argentina se está “venezolanizando”. El gobierno confía su estabilidad a una pequeña turba fanática y bien alimentada, un círculo que tiene como función aplaudir y plantarse, según las necesidades. A los favores se responde con fervores. D’Elia salió desde el palacio de gobierno a juntar su gente para retomar la Plaza. En Argentina dicen que actúa bajo órdenes del ejecutivo y la policía mira sus hazañas como si fueran las gracias de un muchacho fortachón y justiciero. En realidad el hombre parece un elefante enloquecido que se ha volado del circo de la política.
El gladiador Kirchnerista comenzó moviendo tropa de electores a los convites políticos; a cambio de nuestro “casao” de cerveza y tamal el hombre se cebaba con vino y choripan. Luego de dos años como “Subsecretario de tierras para el hábitat social” en el gobierno de Kirchner, D’ Elia debió renunciar presionado por un viaje a Irán para apoyar el gobierno de Amhadineyad y negar la participación de iraníes en el atentado contra la mutual judía en Buenos Aires en 1994. Hugo Chávez fue el artífice del repentino arrebato iraní sufrido por D’Elia. Se demostró entonces que el funcionario trabajaba más para el gobierno de Venezuela que para el de Argentina. Muy pronto D’Elia se convirtió en un ahijado del chavismo, un montonero a sueldo que reconoce sin pudor que muchos de sus movimientos se pagan con dólares venezolanos. Las palabras oligarquía, pueblo e imperialismo han comenzado a rondar los discursos en Argentina, y la lógica del resentimiento que atizan los círculos bolivarianos encontró un excelente parlante en la boca elocuente de Luis Ángel D’Elia: “Lo único que me mueve es el odio contra la puta oligarquía. No tengo problemas en matarlos a todos”. La pobre Argentina recibe combustible venezolano para calefacción y para incendios.