

Se cumplen cien años del Giro de Italia y se repite el relato de las largas hazañas que cruzan los Apeninos y los Dolomitas. El ciclismo es siempre una proeza a la altura de la grandilocuencia de los locutores deportivos. Sus palabras amplificadas, sus fantasías y sus excesos se acomodan a las gestas de los corredores. Al fin han encontrado un espectáculo para su algarabía de héroes y guerreros. “Bajar a tumba abierta, dejar la vida en la carretera, morir sobre la bicicleta…”, son frases viejas, tópicos que cada cierto tiempo encuentran un ejemplo tras una curva.
La camisa rosa del Giro, esa que Musolini quiso cambiar por parecerle afeminada para cubrir a un campeón, no tiene el prestigio de oro del Maillot Jeune que se entrega obedeciendo a los cronómetros del Tour de Francia. Pero la historia de los dos íconos del ciclismo italiano, de los famosos antagonistas en vida y carretera, no tiene un guión que pueda competirle. Los duelos de Anquetil y Pulidor, de Hinault y Fignon parecen apenas una anécdota. Gino Bartali y Fausto Coppi comenzaron muy pronto su encuentro teatral entre un caballero piadoso modelado a la antigua y un señorito rebelde con ínfulas principescas. Cuando se encontraron por primera vez en la ruta del Giro, Coppi no pudo vencer su insolencia de 20 años y terminó derrotando a su jefe de escuadra. Hacía apenas dos años era un repartidor de salchichas y ahora vencía al campeón.
Bartali le regalaba su bicicleta al Papa y daba ejemplo con sus maneras de esposo fiel. Coppi se declaraba ateo, se acercaba a los comunistas y le regalaba su ramo de campeón del mundo a una mujer casada que no era su esposa, desatando la furia de El Vaticano y de algunas mujeres desconfiadas. Bartali fue el “Monje Volador” luego de caer desde un puente a un arroyo bajando de Col Leffrey, ser rescatado por dos de sus compañeros y declararse salvado por Dios. Era lógico que su triunfo más sonado en Francia fuera un día después de una visita a Lourdes, coronando el monte Croix de fer con los ojos desorbitados del iluminado. “Arcángel encostrado de barro, llevando su bajo su túnica el alma del campeón”, titulaba L’equipe luego de la etapa. Coppi en cambio era una sencilla “Garza”, sin nadie en el cielo que se ocupara de él, “confiado solo en el motor que le ha sido encomendado, su cuerpo”; según las palabras de otra leyenda, El Panadero Louison Bobet. Sin embargo, algo los mantenía unidos. Italia se dividía con pasión entre uno y otros y ellos se daban la mano, se prestaban una rueda durante el silencio que impone un pinchazo, se cedían el honor de la victoria en los días de cumpleaños, compartían el agua en las cuestas cuando todo el mundo hablaba de sus recelos. Los dos habían perdido sus hermanos menores en la carretera, se miraban con la misma compasión.

Pero las más grandes aventuras, las rutas más riesgosas de los rivales históricos se dieron cuando la carrera debió suspender su juego para darle vía a los tanques de la Segunda Guerra Mundial. Ahora el combate era cierto, había llegado el fin de las figuras retóricas de los locutores. Bartali se dedicó a cruzar puestos de control fascistas en su bicicleta, jugando a ser un mensajero liviano y desapercibido. Decía estar entrenando mientras escondía en el marco y en el manubrio documentos falsos que ayudaron a salvar a cientos de judíos. Los monjes de Umbría hacían de copistas y Bartali de Postino salvador. Solo se atrevieron a detenerlo unos días en la Villa de Trieste. Era un héroe nacional protegido por unas grandes letras sobre su camiseta: BARTALI. Unos años atrás Musilini los había llamado para alentarlo a vencer a los franceses en el Tour y había cumplido con su tarea. Mientras tanto Coppi fue enviado a Túnez a luchar por la causa de Musolini, fue capturado por los ingleses y pasó dos años en un centro de prisioneros. En 1946 volvieron a su verdadera guerra en el trazado del Giro: Bartali ganó de largo y demostró que era mejor entrenarse como agente encubierto en la Toscana que como infante en las sequías de África.
Bartali murió en su cama a los 85 años, encomendado al Señor y sin reclamar la gloria que le correspondía por los entrenamientos que ayudaron a salvar a más de 800 judíos en Italia. Apenas en el 2003 los hijos de Giorgio Nissin, artífice de los encubrimientos y las fugas judías, revelaron el diario de su padre y el papel de enlace del ciclista florentino. Su tumba se ha convertido en un nido de coronas que celebran mucho más que las hazañas deportivas. Coppi murió con apenas 40 años luego de una malaria mal tratada que se trajo de una segunda excursión a tierras africanas. Salió ileso como soldado y murió luego una excursión como cazador y ciclista de exhibición en Alto Volta. Algunos aficionados a las novelas dicen que murió envenenado. En su tumba los aficionados dejan puñados de tierra de las grandes cumbres de Europa, como si alabaran a un conquistador. Bartali estuvo en un su entierro y dejo un epitafio que habla bien de sus dotes líricas: “Nunca podré olvidar ese barro viscoso que se me pegaba a las botas en el camino que sube hacia Castellania. Arriba estaba el cuerpo de Fausto y lo iban a meter en un ataúd. Y pensé en otro barro, aquel que se nos pegaba a las piernas, a las de Fausto y a las mías, en las terribles etapas de las Dolomitas”.
Estos hombres pedaleaban, luchaban en las guerras y cantaban a sus rivales. Todo con un neumático enredado en los hombros.

