


Ser el “gorrión” preferido de un ogro de botas altas y bigote espeso es una condena propia de los cuentos infantiles. En sus sueños debía verlo inmenso, empuñando el martillo y la hoz, listo para acariciarla. Durante su vida Stalin solo logró mostrarse tierno en algunas fotos acompañado de su hija Svétlana Stalina. Las cartas a su pequeña son algunos de los pocos rastros de humanidad que dejó el zar comunista: “Setanka, mi pequeña ama de llaves, salud. He recibido todas tus cartas. No te he respondido porque estoy muy ocupado. ¿Cómo pasas el tiempo, qué tal tu inglés, estás bien? Me siento solo sin ti, pero ¿qué puedo hacer sino esperar? Un beso para mi pequeña ama de llaves”.
Stalin no era bueno para el amor, le parecía una palabra despreciable. Cuando tenía 17 años Svétlana le reclamó a su padre por haber enviado a su primer novio a Siberia, acusado de espionaje: “¡Pero le amo!”, dijo la joven. Por primera vez recibió dos manotazos y una sentencia obscena del Hombre de Acero: “Una guerra como ésta en curso y ella se pasa todo el tiempo follando.” Se ha discutido si Koba de verdad quiso a su hija o si sus fotos y sus cartas dulces no eran más que una estrategia para que Stalin no fuera siempre una esfinge amenazante. Ya anciana, en una entrevista desde las montañas de Wisconsin, Svétlana dijo que su padre la amó porque tenía el pelo rojo y pecas como su madre. Pero la mejor versión la entregó el camarada Jrushov en sus memorias: “La quería, pero solía expresar estos sentimientos de afecto de un modo fatal. Su ternura era la del gato por el ratón.”
La madre de Svétlana se suicidó cuando su hija tenía 6 años. La noche anterior, durante una fiesta en el Kremlin, Stalin le tiró un cigarrillo encendido porque ella no quiso tomarse un trago. Era solo una humillación más. Pero había motivos más graves: Nadia Alilúyeva, la madre de la pequeña ama de llaves, había descubierto los horrores de la colectivización en Ucrania. Los comentarios de sus compañeros de química en la universidad bajaron del pedestal al hombre nuevo del que se había enamorado. El suicidio fue un reproche personal y político: “Se rompió algo en el interior de mi padre”, escribiría Svétlena tiempo después. Aunque le dijeron que su madre había muerto de apendicitis, ya no era momento para cuentos infantiles. Comenzaba el drama de una novela rusa con grandes apartes de un Best seller de espionaje de la guerra fría.
Cuando los horrores de Stalin obligaron a los soviéticos a esconder su figura y entregar algo de escarnio a sus hijos, Svétlana aprovechó las cenizas de su esposo hindú recién fallecido para viajar hasta el Ganges. La embajada americana estaba muy cerca y se convirtió en una feliz traidora durante casi 20 años. Escribió libros elogiando la vida luminosa de occidente y tuvo una hija de un extraño matrimonio concertado por los arrebatos místicos de una desconocida. Pero Svétlana debía huir permanentemente, no soportaba un marido ni un lugar más de dos años. Tenía una gigantesca colección de remordimientos y nostalgias: por sus dos hijos abandonados en Rusia, por su reconocimiento como la princesa de un imperio, por la imagen de su padre que cambiaba según la luz de la memoria.
Entonces volvió a la Unión Soviética cuando Stalin se convertía de nuevo en el gran líder por el aniversario 40 de la II Guerra. Vivió en Tiflis, visitó el museo de Koba y llevó algunas fotos. Pero no resistió y regresó a su vida americana en una cabaña sin luz en Wisconsin, en un hogar de ancianos, en una tumba con una cruz.

