Al
principio fue el contrabando. Pablo Escobar repartía cigarrillos sin estampilla
en su Lambreta de dos colores por las tiendas del vecindario. Alberto Pietro,
el rey del Marlboro, era su patrón y en las playas de Turbo y Tolú comenzaban a
brillar las promesas de la marihuana y la coca. Se necesitaban las agallas del
asesino y algo de suerte para hacer parte del negocio en formación. Valía más
la sangre fría que las habilidades comerciales. Escobar lo tenía claro: “es la
joda con drogas y contrabando: van en mano con la balacera (…) es un negocio
para guerreros…” Sus maestros eran todavía malevos pintorescos: Ramón Cachaco,
por ejemplo, es descrito como “un camaján fino, con trajes verdes de paño de
mesa de billar”, venido de abajo, desde el Nissan Patrol hasta la avioneta para
ir a comprar pasta de coca al Ecuador.
Esa
sencilla conversión de negociantes incipientes a capos con un espacio en los
grandes afiches de la policía, parece un asunto de la prehistoria del
narcotráfico. Sin embargo, la “evolución” se presenta hoy de una forma natural
y tal vez algo más sencilla. En Medellín los hermanos Frank y Sebastián
marcaron las páginas rojas del último lustro. Una parte de su poder fue
adquirido por medio de otro negocio naciente. La marihuana creepy, una variedad
modificada y con mayores poderes por su carga extra de THC.
El
innovador producto era manejado por algunos agricultores chic que habían traído sus semillas y sus conocimientos desde
Argentina y otros países de sur. Digamos que eran más activistas de la
agricultura orgánica y el cultivo para propio consumo que patrones de una plaza
de microtráfico. En Medellín algunos de ellos tenían sus cultivos respetables -seiscientas,
ochocientas hasta mil matas- en las montañas de Santa Elena, al Oriente de la
ciudad. Vendían sus moños a domicilio y pretendían estar jugando más a la
contracultura que al narcotráfico.
Muy
pronto los dueños de las plazas corrientes, vendedores de la hierba clásica
venida del Cauca, se dieron cuenta de que unos fulanos disfrazados de hippies
estaban sacando ventaja. Pasaron unos meses para que sus “veedores” pasaran
revisando la zona en busca de los cultivos de “crespa”. Eran niños los que
caminaban por las laderas de Santa Elena levantando la falda de los
invernaderos y tomando nota sobre qué era lo que se sembraba. No les
interesaban ni las semillas, ni el riego por goteo, ni los dispositivos que manejaban
los tiempos de iluminación. Solo querían el 30% de cada cosecha y a cambio
ofrecían lo que ofrecen todos los extorsionistas: seguridad.
Sin
darse cuenta los ecologistas, los cultivadores desarmados, estaban sentados en
un billar del centro comercial El Tesoro negociando con Frank y sus cicatrices.
Comenzaron las traiciones con la policía, los riesgos, los ceños fruncidos y
todo quedó en manos de quienes estaban preparados para un negocio que “va de la
mano con la balacera”. Los innovadores fueron desplazados de su papel como
agricultores y debieron volver a la fotografía, a la publicidad, a la vagancia
activa. Frank, Sebastián y compañía tenían un nuevo producto y un nuevo poder.
Esa sencilla transferencia de tecnología, marcada en este caso por el efecto
perverso de la prohibición, logró que unos dueños de esquina se tomaran el
barrio.
5 comentarios:
Excelente crónica Pascual. Desde el sector ambiental se piensa que la mejor manera de proteger los ecosistemas es valorarlos económicamente para poder negociar su protección.
Su columna me puso a pensar sobre lo que puede pasar si nos ponemos a hablar el idioma de los banqueros, dizque para que nos entiendan.
Vivo en el exterior y escucho La Luciérnaga. Veo similitudes en este texto y el libro de German Castro Caycedo sobre Escobar, hay alguna referencia academica que hacer?
(No tildes por que escribo de pc con teclado norteamericano)
Muchas gracias
Una buena historia sobre narcotráfico y contrabando en Medellín escrita por la gente de Narcorama.
Contrabando y narcotráfico
Las historias del primer párrafo fueron tomadas del libro que publicó hace poco Gerard Martin: Medellín, tragedia y resurrección. Ahí se menciona, por supuesto, El libro que nunca pude escribir (1996) de Germán Castro Caycedo.
Me corrigen tarde. La tecnología fue traída de España y Holanda. El activismo cannavico sí es más lección Argentina.
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