Luego del triunfo de Iván Duque en las elecciones de segunda vuelta en 2018, Gustavo Petro negó la legitimidad del ganador y dijo que apelaría frente a instancias internacionales. Hizo además un llamado a la “conciencia ciudadana” para evitar que el país quedara en manos de las “asociaciones para delinquir”. En esa ocasión perdió por un poco más de doce puntos porcentuales equivalentes a casi dos millones y medio de votos. Las palabras del candidato derrotado aseguraban un despojo: “Apareció la mafia y con su dinero untado de sangre de líderes sociales compró masivamente a unos y a otros. Duque ganó solo con el fraude…"
Luego de su apretada victoria en junio pasado, recocida por su rival en tiempo récord y refrendada por las mismas autoridades electorales que avalaron su elección, suena raro ese Petro del 2018 como un perder desesperado y radical. Nada que ver con el que hace unas semanas le entregó variadas manifestaciones de apoyo a Lula por los asaltos y las descalificaciones de los bolsonaristas radicales que no reconocen su triunfo y respondieron con bloqueos y violencia. “El fascismo decide dar un golpe”, escribió Petro. Nuestro presidente no parece un buen perdedor en las lides democráticas, a pesar de haber sido opositor durante décadas, y tiene sin duda un doble rasero a la hora de alertar sobre los riesgos de las democracias.
La pregunta es cómo se comportará Petro frente a las inevitables derrotas en el Congreso, en las Cortes y en las luchas contra las regulaciones y el papel sellado. Ya ha dado a conocer un extraño silogismo: en vista de que gané las elecciones, el pueblo ya se pronunció sobre las reformas que propusimos en campaña, ergo esas reformas ya fueron aprobadas. Y lo dice teniendo las mayorías parlamentarias. Petro parece sentir muy pequeña la camisa del Estado, llena de trabas y regulaciones, de complejidades y procesos, de permisos por tramitar y cifras que consultar, esa estructura lo agobia tanto como los fríos muros del palacio presidencial. Pero resulta que esa estructura es el estado de derecho, por mucho que se arrastre como babosa y que sea inmune a sus sueños de un cambio más expedito, más cercano a la poesía de la revolución que a los tiempos muertos de la tramitología.
Por eso no le gustan los contratos firmados por antecesores, le estorban las comisiones técnicas de regulación, pelea contra los datos y las cifras, prefiere el tinglado de Twitter a los documentos de política pública y añora la tarima frente al escritorio. Luego de cien días de gobierno dijo que todo había “sido más suave de lo que pensaba”. Había logrado cosas difíciles como la mayoría parlamentaria, la “aprobación de proyectos fuertes” y sentía una defensa de su gobierno con altos niveles de aceptación.
En las próximas sesiones de congreso veremos un Petro más lejos de los gloriosos y sabremos más de su gobierno. Con los partidos tradicionales menos obedientes, con la opinión más voluble (la última encuesta de Datexco lo mostró), con los primeros fallos de las cortes frente a los afanes del gobierno y con la creciente exasperación que le generan los medios.
Ahora los más grandes riesgos los encarnan la paranoia y la aburrición. Sabemos que Petro es especialista en sentirse perseguido, de modo que entenderá las negativas, las críticas y los fracasos como una afrenta a su proyecto de cambio y podrá irse a la confrontación pura. Cosa que lo haría a él más autoritario y a su gobierno más errático e inoperante. La aburrición vendría al verse atrapado por el cerco en el congreso y el “enemigo interno” de la legalidad, eso lo llevaría a las calles que es su gran afición. Y ahí tendríamos a un presidente candidato, entregado a las masas populares, y a un gobierno con piloto automático y chequera para organizar ollas comunitarias y repartir arengas.
2 comentarios:
como de costumbre Pascual agudo y entretenido, necesitamos ese periodismo q no se arrodilla por un contrato o un plato de lentejas
Que cierto Analísis y comparaciones del populismo en campaña y ahora en el poder,. Cero de ejecución y gerencia
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