Le temo a esa escrupulosa crítica a la vulgaridad. La misma que prende sus alertas, según preferencias estéticas, regionales o generacionales, para ejercer el linchamiento, proponer la censura y condenar el mal gusto y la inconsciencia de algunos perdidos. La vieja tendencia a señalar la decadencia del mundo y la cultura cuando las listas de lo más visto no nos acompañan. El mundo suena tan mal hoy, los jóvenes no se concentran, lloran día de por medio y adoran a unos desadaptados que recuerdan nuestros peores tiempos: ¡Nuestros hijos o sobrinos o indeseados adolescentes visten y cantan como los pillos! Y consumen drogas y se atreven hasta a cantarlo. Le hacen coro a las pepas y al moño y al tusi. Necesitamos hablar de las drogas, pero tampoco así sin filtro.
Mi cédula deja claro que no soy guardián del reguetón. Pero tengo una hija de 17 años que me ha “inculcado” su estridencia alardosa, sus bambas y su flow adornado de billete. Y esos porno compositores que mueve al perreo. Pero todos sabemos que no es una experiencia doméstica, el reguetón es omnipresente en nuestros días. Y se resiste a claudicar. No importa lo básico, explícito, tonto o repetitivo que nos puede parecer.
Pero quiero ejercer una defensa mínima de sus miserias. Inspirada en las críticas inquisitoriales del fin de semana contra +57 como contraposición a las ideas de cómo se debe “vender” el país. El vocalista de Doctor Krapula dijo este fin de semana que invitaba a los artistas a cambiar la visión y la historia que tenía el mundo de este país. Los rockeros en busca de la promoción nacional suenan muy Procolombia. Algo así como “aquí no se habla de Bruno”. Leí a históricos del rock hablando del deber de cantar a las mujeres trabajadoras.
Algunos resaltan la estética narca del género. Mucha de nuestra música no ha estado lejos de lo ilegal, bien sea de frente o cañando, por amistad o por estética. El vallenato le cantó de sobra a la bonanza marimbera, la salsa ha gustado del puñal, la música popular sabe de sobra de la sangre de casa y cantina. Creo que el reguetón es el más impostor de los géneros que cantan a los escenarios de la violencia. Más en el cuento que en el rollo. Pero igual, hace su semblanza criolla.
Otra crítica tiene que ver con el consumo de drogas en plena letra. Apología al consumo y hasta al narcotráfico dijeron algunos. Los amigos incondicionales de Diomedes y el Joe están aterrados. Las drogas están en las calles, en los bolsillos, en el menú diario en las páginas, pero en las canciones es el colmo. El rock que invitaba a las drogas era inspirador, revolucionario y el sexo libre era otra cosa. Consumir pero sin consumismo.
El abuso a menores. El centro del asunto. Algunos han llegado a decir que es incitación y que podría haber un delito. No pocos han recomendado la censura. Unos más piden la clasificación moral de las canciones como en el cine de los ochenta. “Una mamacita desde los ‘fourteen’”. La línea de la discordia. ¿Un llamado al abuso, una justificación? ¿Se puede hablar del tema? ¿Solo en los foros de protección? ¿Las canciones deben omitir esa realidad, cantar solo en clave prevención?
Estoy seguro que esa satanización de un género musical es inútil para proteger a los menores. Y que responde más a juicios estéticos, gustos generacionales y pruritos morales. Muchos quieren canciones edificantes, que nos hagan presentables bajo el +57, que muestren lo bueno del país, que no mencionen la realidad sexual cada vez más temprana de nuestros adolescentes. Taparse lo oídos. Por momentos la indignación se parece a la que se hizo a la aberración del mambo en los años treinta. Cantar a las discotecas del siglo XXI puede ser muy preocupante. Gente muy variada en el karaoke de la condena y la irrealidad.