Entre nosotros los escritores no han sido ajenos al exilio mullido de las embajadas. Siempre se encontraban motivos para esos nombramientos: su inteligencia, sus maneras, su intuición frente a otras culturas y sus galardones los hacían dignos de representar al país. No negociarían tratados pero despertarían alguna expectativa, al fin y al cabo un escritor es siempre una incógnita. Y es posible que pudieran tener suerte con la esposa de algún ministro o alegrar las aburridas conmemoraciones nacionales. Y los presidentes podrían guardar sus informes en un cajón con llave y se ahorrarían sus consejos o sus posibles reprimendas. La casa del embajador, casi siempre un palacete que parece tiende de souvenirs, ha sido la jaula de oro que merece el escritor cansado de las mismas cuitas.
León de Greiff viajó a Suecia como agregado cultural y secretario de la embajada en Estocolmo por encargo de Lleras Camargo. Se dice que su mayor éxito fue lograr una desbordada exportación de sombreros tejidos con palma de iraca. Cuatro años estuvo conociendo los hielos que los calores de Bolombolo le hicieron soñar. Antes de su regreso el rey de Suecia lo nombró caballero de “la orden de la estrella polar”. Es seguro que esa estrella terminó en el mismo armario donde guardó por unos años la espada libertadora. De Greiff y los cinco o seis poetas que lo habitan era ya inofensivo en términos políticos y su viaje a los 64 años fue sobre todo el premio a toda una vida. Lo peor que hizo fue ir a las recepciones en la embajada China mientras el país no sostenía relaciones con Pekín. Cuando le reprocharon sus visitas respondió en prosa: “Es posible que Colombia no sostenga relaciones con Pekín, pero don León de Greiff sí las sostiene y seguirá asistiendo a las recepciones”.
El más lambón de los escritores en vía diplomática nombrados por el gobierno colombiano fue Rubén Darío. Sí, un nicaragüense hizo de cónsul en Buenos Aires por gracia de Rafael Núñez por allá a finales del siglo XIX. El favor lo pagó como corresponde, con versos exaltados: “Colombia es una tierra de leones, / el esplendor del cielo es su oriflama, / tiene un trueno perenne, el Tequendama, / y un olimpo divino…”. Núñez, hombre de himnos, debió recitarlo en algunas galas palaciegas. Germán Arciniegas estuvo con su valija en consulados y embajadas desde 1929 hasta 1976, acumuló millas con viajes desde Londres hasta Israel, pasando por Venezuela, Italia y la Santa Sede. Arciniegas logró ser activista estudiantil e intelectual, congresista y gran novelista americano. Eran otros tiempos.
Germán Espinoza no se quedó atrás, aunque tenía gustos más exóticos. Luego de una corta pasantía por la de redacción de El Tiempo, el gobierno de López Michelsen lo nombró cónsul general en Kenia y consejero de la embajada en Yugoeslavia. Espinoza era el escritor de cabecera de López, fue jefe de prensa de su campaña en 1973 y lo defendió con todas sus tintas cuando sonaron los casos de corrupción alrededor de su familia. En el 82 perdió López y Espinoza publicó su gran novela, La tejedora de coronas. Se podía ser el escritor de régimen y al mismo tiempo escribir un libro de culto entre intelectuales.
García Márquez se negó a aceptar el encargo del consulado en Barcelona. López Michelsen, como canciller de Lleras Restrepo, le tiró el anzuelo y la respuesta vino en carta pública en El Espectador: ““He dicho varias veces que no acepto puestos públicos ni subvenciones de ninguna clase, que nunca he recibido un centavo que no me haya ganado trabajando con la máquina de escribir”. García Márquez fue un bicho raro, le gustaban los políticos pero no los puestos.
Por ahora Bangkok se ha librado de recibir a un Vargas Vila algo trastornado, y nosotros estamos a salvo de la novela grotesca que venía en camino.
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