La religión católica muchas veces ha inspirado la crueldad, muchas otras ha sido un mecanismo de exclusión a pesar de su discurso del perdón y la misericordia; otras tantas ha sido vacía por el afán simbólico que la lleva a lugares de la desmesura, a la más cursi de las ornamentaciones. Y ha sido solapada, ha escondido sus grandes pecados en vez de expiarlos, y por supuesto, ha encarnado miles de veces en un anciano lejano y receloso, malvado también podría ser una palabra acorde a su sotana.
A pesar de todo eso, y de ser un ateo sin muchas estridencias, un descreído luego de haber estudiado unos años con los padres benedictinos, un visitador impenitente de iglesias en horario sin eucaristías, por su silencio y su clima único, unos grados por debajo del mundo, un reciente libro de Javier Cercas sobre el papa Francisco terminó por conmoverme. No se trata de una conversión ni de un retorno a la fe, es solo que el libro deja la certeza de que la religión puede ser, no importa que un ateo crea que se equivoca en las respuestas, un intento valioso por comprender, un cuestionario válido que nos aleja del ruido y la frivolidad. Hay pues, una especie de invocación filosófica en esa conversación con la religión, con la cabeza de la religión católica, con el papa que acaba de morir.
El libro de Cercas, que se define a sí mismo como ateo, anticlerical, laicista militante, impío riguroso, se llama El loco de Dios en el fin del mundo. Se trata de la “crónica” de un viaje a Mongolia en el que acompaña al papa Francisco por invitación del Vaticano. Es más que una crónica, es también un tratado de dudas, un retrato del papa por la visión de algunos de sus cercanos, un viaje de extrañezas, una imposibilidad mental ante un mundo que, para quien no cree, es un abismo.
El autor menciona muchas veces el muro invisible con el que choca en esas conversaciones vaticanas. Su incredulidad hace que las motivaciones y respuestas de la burocracia católica le sean imposibles de compartir. El muro invisible de la fe que no se comparte, el dogma enfrentado a la racionalidad. Pero al final de cuentas el autor parece convencido de algo que también resulta importante: la confianza en lo verdadera que puede resultar una persona, en lo profundo de su pensamiento, en el rigor de sus intenciones, aunque resulten vanas o erróneas. Esa conclusión me quedó del libro de Cercas, la certeza de que Bergoglio no era un impostor, de que cumplía su máxima de tres palabras, “cabeza, corazón y manos”, razón, sentimiento y experiencia. Todo eso decía reunirlo en la palabra “discernimiento”: “por eso al papa le gustan tanto las historias; es decir, la literatura: porque, en las historias, el discernimiento opera con acciones, no con razones ni reflexiones abstractas”, la cita es del padre Antonio Spadaro, quien era su intelectual de cabecera.
El humor y el horror son dos palabras que pueden ayudar con una mínima idea del retrato de Bergoglio en el libro de Cercas. La orden de quitarle el blindaje al papamóvil vino acompañada de una frase contundente: “Seamos serios, a mi edad ya tengo poco que perder”. “Toda religión es un atentado contra el humor”, dijo Cioran. Tal vez Bergoglio buscaba contradecirlo. En cuanto al horror es necesario mencionar a la inquisición. Y resulta que el papa Francisco nombró como prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio, a un cura villero -párroco en los barrios duros de Buenos Aires- que había sido perseguido durante un año por las sospechas de ese mismo “servicio de inteligencia de la fe”.
Al final, las grandes preguntas del libro sobre la trascendencia y la inmortalidad se responden con una llamada telefónica de un minuto. Un gesto de misericordia del que pueden beber ateos y creyentes.