miércoles, 23 de abril de 2025

Una llamada sin Dios

 

La religión católica muchas veces ha inspirado la crueldad, muchas otras ha sido un mecanismo de exclusión a pesar de su discurso del perdón y la misericordia; otras tantas ha sido vacía por el afán simbólico que la lleva a lugares de la desmesura, a la más cursi de las ornamentaciones. Y ha sido solapada, ha escondido sus grandes pecados en vez de expiarlos, y por supuesto, ha encarnado miles de veces en un anciano lejano y receloso, malvado también podría ser una palabra acorde a su sotana. 

A pesar de todo eso, y de ser un ateo sin muchas estridencias, un descreído luego de haber estudiado unos años con los padres benedictinos, un visitador impenitente de iglesias en horario sin eucaristías, por su silencio y su clima único, unos grados por debajo del mundo, un reciente libro de Javier Cercas sobre el papa Francisco terminó por conmoverme. No se trata de una conversión ni de un retorno a la fe, es solo que el libro deja la certeza de que la religión puede ser, no importa que un ateo crea que se equivoca en las respuestas, un intento valioso por comprender, un cuestionario válido que nos aleja del ruido y la frivolidad. Hay pues, una especie de invocación filosófica en esa conversación con la religión, con la cabeza de la religión católica, con el papa que acaba de morir. 

El libro de Cercas, que se define a sí mismo como ateo, anticlerical, laicista militante, impío riguroso, se llama El loco de Dios en el fin del mundo. Se trata de la “crónica” de un viaje a Mongolia en el que acompaña al papa Francisco por invitación del Vaticano. Es más que una crónica, es también un tratado de dudas, un retrato del papa por la visión de algunos de sus cercanos, un viaje de extrañezas, una imposibilidad mental ante un mundo que, para quien no cree, es un abismo. 

El autor menciona muchas veces el muro invisible con el que choca en esas conversaciones vaticanas. Su incredulidad hace que las motivaciones y respuestas de la burocracia católica le sean imposibles de compartir. El muro invisible de la fe que no se comparte, el dogma enfrentado a la racionalidad. Pero al final de cuentas el autor parece convencido de algo que también resulta importante: la confianza en lo verdadera que puede resultar una persona, en lo profundo de su pensamiento, en el rigor de sus intenciones, aunque resulten vanas o erróneas. Esa conclusión me quedó del libro de Cercas, la certeza de que Bergoglio no era un impostor, de que cumplía su máxima de tres palabras, “cabeza, corazón y manos”, razón, sentimiento y experiencia. Todo eso decía reunirlo en la palabra “discernimiento”: “por eso al papa le gustan tanto las historias; es decir, la literatura: porque, en las historias, el discernimiento opera con acciones, no con razones ni reflexiones abstractas”, la cita es del padre Antonio Spadaro, quien era su intelectual de cabecera.

El humor y el horror son dos palabras que pueden ayudar con una mínima idea del retrato de Bergoglio en el libro de Cercas. La orden de quitarle el blindaje al papamóvil vino acompañada de una frase contundente: “Seamos serios, a mi edad ya tengo poco que perder”. “Toda religión es un atentado contra el humor”, dijo Cioran. Tal vez Bergoglio buscaba contradecirlo. En cuanto al horror es necesario mencionar a la inquisición. Y resulta que el papa Francisco nombró como prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio, a un cura villero -párroco en los barrios duros de Buenos Aires- que había sido perseguido durante un año por las sospechas de ese mismo “servicio de inteligencia de la fe”. 

Al final, las grandes preguntas del libro sobre la trascendencia y la inmortalidad se responden con una llamada telefónica de un minuto. Un gesto de misericordia del que pueden beber ateos y creyentes. 



miércoles, 16 de abril de 2025

Militancias y disidencias

 

Mario Vargas Llosa: una vida de novela y de lucha por la libertad |  Noticias | Agencia Peruana de Noticias Andina

Los novelistas no pueden ser impermeables a la realidad y mucho menos a la ficción de la política. Solo algunos eligen un dogma y deciden la fidelidad como final feliz. Vargas Llosa fue un caso atípico por su temprana disidencia frente a la revolución cubana -supo huir de esa Fidelidad- que alentó a toda la gran generación de escritores latinoamericanos. También por su intento fallido en la política electoral que lo hizo el escritor americano más “comprometido” de las últimas décadas. Al parecer apoteosis de la política, el éxito de su reacción al gobierno de Alan García, lo deslumbró. Pero sabía que había sellado un pacto con el diablo. Y también por sus últimos años donde reveló simpatías con la extrema derecha lejana del ideal liberal que defendió en sus discursos finales.

Cuando tenía apenas treinta años y ya era algo más que una promesa de las letras latinoamericanas, siendo un marxista convencido, decía que después de la injusticia lo que más detestaba era el dogmatismo. Muy pronto demostraría que no era una simple declaración. Pero al mismo tiempo decía que la política en el Perú, donde el 50% de la población no votaba, era una caricatura. Terminó haciendo parte de esa caricatura en 1990, donde perdió en una elección en la que votaron el 78% de los peruanos.

La correspondencia compartida con García Márquez, Cortazar y Carlos Fuentes deja algunas pistas sobre los primeros desencantos políticos de Vargas Llosa. Los cuatro veían la revolución como un hecho formador para América Latina y pasaban por La Habana como por una especie de isla encantada, una avanzada mundial por la igualdad y la soberanía. Iban, bebían un poco de esas aguas sagradas y rendían cuentas. Hasta que llegó el Caso Padilla y la invasión soviética a Checoslovaquia que Fidel apoyó.

Heberto Padilla, escritor y crítico de la revolución, fue detenido durante 37 días por el régimen. Al ser liberado cambió sus reproches por una autocrítica que terminaba con elogios renovados a Fidel y compañía. Era claro que se trataba de una impostura inducida: “Nadie me hará creer ahora que esa pía estancia de un mes y medio en la policía imbecilizó milagrosamente a Padilla… Lo cierto es que los han hecho decir mentiras grotescas e innobles”. Son las palabras de Vargas Llosa a Carlos fuentes en una carta de mayo de 1971. Vargas Llosa había estado tres meses antes en La Habana y había oído a Padilla hablar de crisis económica, la represión y el poder creciente de las fuerzas de seguridad. Muchos de sus compañeros de lucha siguieron la línea del verde oliva y Vargas Llosa decía tener la sensación de haberse vuelto loco, “porque lo que me parecía horrible y trágico a muchos amigos les resultaba no solo comprensible sino hasta justificable”. Se dolía que García Márquez no hubiera abierto la boca y que Cortazar hubiera dejado todo en una tristeza silenciosa.

Desde sus días de adolescencia en el Leoncio Prado, un colegio militar que es protagonista de La ciudad y los perros, Vargas Llosa aprendió a desconfiar de los uniformes militares. En sus cartas también descreía de la dictadura inclinada a la izquierda en el Perú de comienzos de los setenta. Elogiaba sus propuestas y su quiebre contra las viejas oligarquías, pero no podía con un país “literalmente ocupado por coroneles, mayores, capitales y tenientes”. También compartía sus críticas a las “taras y la demagogia del indigenismo y el criollismo.”

Esos cuatro profetas de América Latina creían haber encontrado el alma universal de lo americano, la atención del mundo, las verdades de unas sociedades que apenas comenzaban a entenderse y a contarse. Y tenían una isla como atalaya para confirmar las posibilidades históricas. Vargas Llosa, para bien o para mal, fue el menos impermeable a la realidad, el más maleable y el más político. Un militante de sí mismo.

jueves, 10 de abril de 2025

Diálogos sin Platón

 


Jianwei Xun, el filósofo inventado por la IA: ¿estafa o «experimento  académico»? - Nueva Revista

 

La trampa ha legitimado su propia teoría. Un filósofo inexistente, construido por la inteligencia y la ironía de un humano y las habilidades de dos “maquinas”, se hizo célebre con un libro que describe la “simulación perfecta del paisaje mediático”, la confusión colectiva que pueden crear los algoritmos, la sugestión de los mensajes inducidos por un poder de procesamiento. Hipnocracia: Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad, es el título del libro, y Jianwei Xun, es el nombre del filósofo del no ser nacido en Hong Kong. Detrás de la construcción están Andrea Colamedici, como moderador, y Claude y ChatGPT como interlocutores de Inteligencia Artificial. El coautor humano se hizo pasar por traductor al italiano y el libro comenzó a llenarse de verdad: “Xun devela los mecanismos mediante los cuales el poder moldea nuestra percepción de la realidad”, “el libro del año”, “el filósofo del momento”… El libro fue uno de los más vendidos en Italia durante la primera quincena de marzo y al mismo tiempo fue pasto apetecido en medios y espacios académicos.

No se parece a engaños anteriores como el Affaire Sokal que en los noventa pretendió desenmascarar una jerga posmoderna que se legitimaba a sí misma a partir de la ilegibilidad, ni tampoco a su más cercano pariente, invento de tres jóvenes estudiantes de MIT quienes crearon hace veinte años un software, un rudimento de la AI, que creaba artículos y ponencias para presentar a revistas y congresos. Más de la mitad de los trabajos pasaban el filtro sin problema aunque eran solo un puzle de términos y teorías que obedecía a una orden humana. Esos dos experimentos eras simples zancadillas.

Ahora, según el filósofo italiano que lideró el experimento, se trata de una “creación colaborativa” surgida de la tensión entre la inteligencia humana y otras inteligencias. “No hay aquí nada falso”, ha dicho Colamedici. Simplemente se dedicó a alimentar sus herramientas con teorías sobre sus textos, libros de autores que cuestionaban o compartían sus ideas, y fue poniendo en cuestión las respuestas de las AI hasta hacerlas dudar y retroceder. “Ingeniería ontológica”, llama el filósofo de carne y hueso a su performance. No quería solo teorizar sobre la construcción de la realidad: “El proyecto Xun representa una forma de teoría encarnada: no solo habla de la hipnocracia, sino que la pone en escena...En cierto sentido, el hecho de que estas ideas provengan de una entidad híbrida humano-algoritmo, en lugar de un autor tradicional, las hace aún más relevantes.”

Hace años la “desilusión” de los lectores llegaba cuando se caía la máscara de un simple seudónimo. La aparición de un autor o autora inesperados hacía cambiar los finales felices entre el autor y la obra. Jianwei Xun nos dice que los autores serán cada vez más difusos, que las firmas serán menos confiables sin importar que los discursos sean más profundos ¿Debemos creerles a esas inteligencias? ¿Nos retan, nos enseñan, nos manipulan? El ajedrez fue uno de los grandes tableros experimentales de la AI, ahora el juego está en todas partes y Xun sugiere que es el momento de dejar de pensar en triunfos o derrotas.

Los robots de Asimov se preguntaban por su origen y desafiaban a sus creadores, obedecían al tiempo que creían contradecir a los humanos, salvaban a los tripulantes de las naves que se creían más inteligentes que esos “espantajos electrificados”. “¿Quién va a discutir con un robot? Es vejatorio…”  Dicen los personajes humanos de Asimov mientras intentan convencer a Cutie de su inferioridad de aluminio y cables. Llegó la hora de emprender esa conversación, de aceptar que también podemos ser la herramienta.

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 2 de abril de 2025

El culto Metro

 

Por qué el metro de Medellín, Colombia, está decorado con la Virgen María?  «Porque se la respeta» - Fundación Cari Filii

 

Metro de Medellín: 27 años transportando ilusiones

 

Era normal que Medellín se tuviera miedo, que la ciudad recelara de sí misma, que fuera consciente de su propia perversidad. Las calles y las morgues lo decían a diario. Acababa de atravesar sus días de furia, un año con más de siete mil homicidios, las bandas imponiendo su control, los temores después de la muerte de Pablo Escobar. El Metro aparecía en los horizontes como el más importante símbolo para el optimismo ¿Pero tendría esa ciudad salvaje la capacidad de habitar la obra prometida durante más de doce años?

La campaña comenzó siete años antes de que rodara el primer vagón del Metro. Se llevó hasta cuatrocientos cincuenta mil estudiantes en los colegios, a las Juntas de Acción Comunal, a las empresas y las universidades: “El Metro soy yo”, fue la frase escogida para el inicio. Y comenzó el culto que hoy conocemos como la “Cultura Metro”. Humberto Pérez, el artista encargado de pensar en obras para “adornar” el Sistema Metro, le dijo al primer gerente Alberto Valencia (1993 – 1998) que las estaciones necesitarían protección contra posibles atentados: “La única figura que verdaderamente tenía autoridad era la virgen, que hasta los más pillos veneraban, entonces las pusimos para evitar que atacaran las estaciones. Hicimos del Metro una iglesia, que es el único lugar donde la gente se comporta”.

En el año 2000, cuando se estrenó La virgen de los sicarios, el alcalde Sergio Naranjo amenazó con acciones jurídicas por el atentado contra la imagen de la ciudad, pero sobre todo por haber mancillado el Metro con la escena de un homicidio. Eso no debía ocurrir ni en las pesadillas de la ficción. La hoja Metro, un periódico que se entregaba gratis en las estaciones, dejaba las oraciones para los usuarios: “Señor, perdona a los usuarios que se recuestan en las puertas cuando se cierran. Perdónalos porque no saben lo que hacen. Y porque provocan retrasos. Haz que no vuelvan a recaer en su pecado”. Y uno de los mandamientos de los trabajadores rezaba claro: “Soy Gente Metro y tengo presente cada mañana este compromiso con Dios, con los Usuarios, con mis compañeros y conmigo mismo”.

El Metro era la nueva catedral metropolitana, una obra colosal para el orgullo y el optimismo. Merecía un lugar en el himno, mostraba la “superioridad” de la ciudad, el empuje de la “raza”. La gente hablaba más pasito en las estaciones y apenas susurraba en los vagones, todo el mundo quería ceder la silla, las estaciones estaban llenas de objetos perdidos que los usuarios devolvían, las peleas se aplazaban como en el colegio: ‘afuera nos vemos que no quiero ensuciar en Metro’. El metro era zona de distención en la guerra entre a nororiental y la noroccidental, todos temían el encuentro en las estaciones de las dos comunas enfrentadas. Nada pasó. En los primeros dos años se reportó un delito en las estaciones del Metro. La iglesia mejor trapeada de la ciudad estaba a salvo.

Hasta hoy el Metro de Medellín conserva esa aura conservadora. Es una señora cantaletosa por los altoparlantes, regaña por anticipado, todo el día recuerda las buenas maneras, obliga a la compostura y no deja ni sentarse en las estaciones. Esa era la idea desde los tiempos de la construcción y se hizo el milagrito. Jairo Hoyos, gerente en 1988, lo vaticinó con éxito: “Un nuevo Carreño, en normas de aseo, educación y respeto, viene con el tren metropolitano”. La expresión “Cultura Metro” surgió de manera espontánea, más allá de las campañas oficiales. La gente bautizó ese nuevo orgullo, ya no solo era la gran obra sino una nueva devoción.

En noviembre el Metro de Medellín cumple treinta años y la “Cultura Metro” subsiste, es una marca que se ha afianzado con la memoria, regionalismo y la vigilancia. Un fervor social lejos de la violencia urbana, una disciplina autoimpuesta.