Para sentarse a hablar con un grupo de asesinos se necesitan poderosas
razones. Nadie acude por voluntad propia donde matones consumados por el simple
gusto de oírlos. El miedo, los recatos morales, el asco y un mínimo respeto por
las víctimas hacen que el común de los mortales prefiera evitar el contacto
cara a cara con los señores de la muerte. Pero detrás de los asesinos están el
poder y las caletas. De modo que muchos deciden visitarlos para prestarles un
favor que rendirá frutos, para hacerlos olvidar de su condición de indeseables,
para mostrarles el respeto que no merecen o para subir algunos peldaños en un
mundo con reglas y lógicas propias. El asesino sabe muy bien que su contertulio
de ocasión espera algo a cambio del riesgo que implica llegar hasta su nido de
sombras.
Para quienes cumplen una función pública las reuniones con los asesinos
son un asunto mucho más delicado. En últimas su investidura representa un poder
legítimo, y sus palabras y gestos comprometen a eso que en los discursos y en
los libros de texto se nombra como las instituciones. Quien representa un poder
público solo tiene dos posibilidades de justificar las tertulias con quienes
están condenados por homicidios y señalados de ser capos así se digan
comandantes. La primera es que haya sido imposible, a razón de la fuerza y la
amenaza de sus anfitriones, decir que no a las citas programadas. En ese caso
no son más que víctimas y tienen la opción de denunciar a los generosos chantajistas
o renunciar a sus dignidades para no terminar trabajando a su servicio. La
segunda es que la charla haga parte de una estrategia encaminada a disminuir el
poder de los homicidas, y además, esté autorizada expresamente por la ley. En
Colombia para que un representante del Estado pueda programar corrillos con los
bandidos se necesita una autorización expresa del gobierno nacional. Una ley
aprobada en el año 2002 deja claras las condiciones para acercarse a los
líderes de los ejércitos ilegales sin terminar bajo sospecha de ser cómplice.
En los últimos seis años sesenta congresistas colombianos han sido condenados
por sus relaciones con los paramilitares. Además de las reuniones entre los
hombres de la tarima y los hombres del fusil, bien fuera que terminaran con
firma y papel sellado o con un simple brindis informal, se demostró que los
paras eran politiqueros muy organizados además de asesinos. Y que eran golosos
tanto de las escrituras públicas como de los tarjetones.
Una de esas reuniones, muy en boga por estos días, se desarrolló en Bello
en el año 2005. Participaron tres comandantes prófugos y cuatro políticos
conservadores bajo el alero de un capo tenebroso. Los congresistas que
asistieron se representaban a sí mismos y escondieron el coloquio hasta que fue
posible. Se dice que se habló de leyes y procesos de paz. Pero las
conversaciones quedaron entre quienes asistieron a la gruta de El Patrón, no
fueron insumo para el proceso en ciernes ni sirvieron para mejorar el
conocimiento ni la posición del Estado en la negociación. En cambio sí
sirvieron para mejorar algunos indicadores electorales de los políticos
asistentes y sus pupilos en las zonas donde los matones imponían su ley. La reunión
terminó en la madrugada luego de algunos whiskys. Puedo apostar que la botella
no tenía estampilla.
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