La vanidad es una de las obligaciones de la política. El candidato es
siempre un actor suplicante que busca la admiración con algo de desvergüenza. No
importa que sea concejal de Malambo o El Bagre, el político siempre tendrá un
corrillo que lo convence de la gracia de su ceño y la oportunidad de sus ideas.
Cuando caminan entregando sus manos van pensando en una palabra que los
envanece y los excita: elegido. Para lograr la admiración los aspirantes deben
ser pretendientes día y noche, esconder sus garras y lucir sus dientes, fingir la benevolencia o la furia según los
vientos de los titulares en las revistas. Las elecciones son el espejo definitivo, las encuestas son reflejos que
desvelan, los debates son olimpiadas de la suficiencia, las entrevistas son el
teatro para evadir la emboscada y buscar el halago.
En la misma cuadra, en la capital de la República, dos políticos
colombianos viven el drama del repudio. Si el color de los partidos y la
desconfianza lo permitieran deberían sentarse juntos a rumiar sus cuitas. Eso
sí, lejos de las ventanas para que no se vean esas dos siluetas como sombras
derrotadas. Juan Manuel Santos y Gustavo Petro han llegado al fondo de las
encuestas por vías muy distintas.
El primero es un fanático de la simulación. Como el político que retrata
Javier Cercas en Anatomía de un instante,
ha aprendido que ya no es la realidad quien crea las imágenes, sino las imágenes
quienes crean la realidad. Y se posesiona descalzo en la Sierra Nevada de Santa
Marta, igual a como se casan las parejas de la farándula; o se pone solemne,
con su corbata azul Naciones Unidas, para firmar la ley de víctimas y restitución
de tierras al lado de Ban Ki-moon. Y uno se pregunta, ¿Cómo diablos será el
Presidente de Colombia en el tras escena, oculto todavía por el telón que lo
separa de nuestros ojos de espectadores, un minuto antes de que su edecán de
turno le indique que es hora de enfrentar al mundo? Esa actuación permanente,
esa vanidad que lo obliga a contemporizar con cualquiera de sus contradictores,
a ajustarse a la imagen que le exige quien lo mira; ese miedo a parecer
demasiado real lo ha llevado al peor de los escenarios para un hombre apegado a
las opiniones ajenas. Porque estar por debajo de la estampa de Pastrana después
del Caguán solo puede ser peor que perder con la foto de Samper luego de que lo
absolviera un tal Heyne.
El segundo, en cambio, es un fanático de sus ideas. Ha tallado un código
con una variedad de reglas que jura defender cada mañana, y está dispuesto al
harakiri antes que violar su credo. Gustavo Petro es sobre todo un moralista
que atiende cada uno de sus dogmas como si se tratara de una cuestión de vida o
muerte. Lo suyo no es una simulación, pero sí una pose, como todo gesto
virtuoso que intenta un político. De modo que Petro se opone a lo racional en
busca de lo que queda de las utopías, así deba terminar construyendo sus sueños
en compañía de las mañas de los burócratas. Y pelea con los capitalistas porque
le dan la comida muy caliente a los niños en los restaurantes escolares, y
obtienen mucho margen con en el arroz y el maduro, de modo que decide darles a
los escolares una bolsita con panela y arroz crudo, para que todo sea más
austero, más limpio y más maluco. Por esa vía ha terminado por sacar de quicio
a sus propios apóstoles y ya no queda mucho más que la soldadesca que caminará con
él hasta el final de su parábola.
Santos y Petro, pobres pretendientes, dos caras de la misma moneda del
desprestigio.
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