Parecía que el debate había empezado demasiado tarde. Se habló de hechos sucedidos más de treinta años atrás. Se desempolvaron periódicos, acusaciones judiciales estancadas, fallos olvidados. Todo parecía un poco repetido. El país había oído esas historias cruentas muchas veces y el principal protagonista había dado sus descargos en largas autobiografías. Mejor dicho, todo parecía un simple resumen de las acusaciones reiteradas durante décadas. Estábamos en septiembre de 2014 y el senador Iván Cepeda se soltó una hora y media con el recuento de los supuestos vínculos de Uribe con narcos y para militares. Comenzó en 1982, en la aerocivil, con las licencias dadas por Uribe como director de la entidad y llegó hasta la presidencia entre 2002 y 2010 y la negociación con los paras. En un principio, la Comisión de Ética del Congreso le pidió a Cepeda no mencionar a Uribe: el congreso no estaba para debates de control político entre senadores. Pero el nombre saltó decenas de veces durante esa hora y media. Uribe hizo su réplica usando el mismo tiempo, una hora y media de historia personal, de descripción de sus valores y sus ejecutorias, y de acusaciones a Cepeda y Santos por sus intenciones de venganza política en una supuesta alianza con las Farc. Todo terminó en la salida de la bancada del Centro Democrático entre insultos cruzados.
Y parecía que todo había terminado. Un deja vu democrático, una versión necesaria para el clima político del momento en medio de la negociación con las Farc. El estreno de Uribe como jefe de bancada de un partido con 20 senadores. Pero el expresidente decidió meterse en terrenos cenagosos. Se fue a la Corte Suprema para acusar a Cepeda de manipular testigos para mancharlo a él y a su hermano Santiago. “Le anuncio que me retiro transitoriamente para dirigirme a la Corte Suprema de Justicia a radicar pruebas probatorias de la mayor importancia en relación con este nuevo evento difamatorio…”, dijo Uribe dando inicio a lo que sería su tormento. Judicializar el debate político, una práctica muy común en Colombia, terminó siendo una de las peores decisiones de su vida pública. Uribe abandonaba su escenario natural del Congreso y se iba a la sala de la Corte Suprema, el teatro de sus pesadillas. En su intervención, Cepeda habló de 81 procesos contra Uribe en la Comisión de Acusaciones de la Cámara, 7 investigaciones preliminares en la Fiscalía y testimonios de 24 paramilitares en su contra. La justicia también se había cansado de las eternas acusaciones y había dejado todo en manos de los ejercicios nacionales de memoria, los debates electorales y la investigación periodística.
Por la vía del derecho penal se llegó a las cárceles y la historia se hizo cada vez más sórdida. Ahora todo se hacía en silencio, con palabras claves, cuchicheos, recados, grabaciones ocultas. Del debate al entrampamiento. Uribe, que toda la vida ha hablado de ser frentero, lo dijo en su defensa en ese septiembre de 2014, ahora jugaba la carta bajo la mesa. Un mal recuerdo de los tiempos del sótano de Palacio y sus invitados subrepticios.
La baraja se repartió de nuevo y ahora Uribe espera el monto de la pena por sus intentos de enlodar a Cepeda y neutralizar testimonios en su contra. El debate que parecía zanjado políticamente, que había pasado a un segundo plano luego de la elección de Petro, aparece de nuevo para animar la campaña presidencial en ciernes. Lo jurídico le dará todos los insumos a lo político, la rueda ha vuelto a girar y estamos de nuevo en un escenario similar a los tiempos de la parapolítica. Un debate en el Congreso fue la semilla del proceso penal contra Uribe y ahora una sentencia marcará las elecciones de 2026. Las cárceles y los juzgados son impredecibles, al parecer Cadena y Uribe eran los únicos que nos lo sabían.
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